De cuando me mudé a una supernova.

Sabed que vuelvo por los locos, que también por los locos tuteo esta vez a mis lectores. Sabed que por los locos respiran aún los locos sueltos de vez en cuando. Sabed que por los locos recordé que es violento violar a un violinista viendo venir volando un viento vil y violáceo, pero que es también por los locos que preferí interpretarlo como una aliteración.

Sabed que los locos sueñan con la gloria. Sabed que hubo una vez uno que se mudó a una supernova. Y sabed también que esto pensaba ser una historia privada pero me privaron de contarla; me vengo ahora.

El loco se mudó a una supernova porque no aguantaba la solidez (o la sordidez, en el límite adecuado son sinónimos) de este planeta y su infestación humanoide. Digo humanoide porque una vez hubo humanos. Puede que queden algunos, pero ahora se llaman locos. Lo que sucedió es que Darwin habló de evolución y los humanoides que lo oyeron inentendieron la palabra como algo positivo. Es decir, que se dio por sentado que el hecho de que los humanos estuvieran menos adaptados a la mediocridad concedía el estatus de superior a los humanoides. Pero vamos, que el loco aborreció la solidez de nuestro literalmente traducido errante y se largó a morir la vida a una supernova.

El loco se mudó a una supernova, y aquí viene la gracia de todo este asunto, porque allí la música suena diferente. Sabed que las supernovas sienten en primera persona la brutalidad y la violencia de la naturaleza, y sabed, por tanto, que el loco se mudó a oír la música más violenta y brutal que pudiera encontrar en un par de universos a la redonda. Allí, en su supernova, la música fluía con la liviandad de los fluidos ideales que otrora estudiara en su errante infestado de humanoides.
¡Ah, la música! ¡Cómo finge ser inmortal! ¡Cómo arrulla! ¡Cómo inyecta en vena sus propios latidos! ¡Cómo hace indistinguibles el principio y el principio del final! ¡Y cómo suena, con qué intensidad!

El loco moría en la supernova con una tranquilidad pasmosa. Moría poco a poco porque poco a poco iba dándose cuenta de que ninguna metástasis (literalmente traducido, claro está) es completa. Moría porque, pese a la extraña geometría de nuestro espacio tiempo, parece que existe un sistema de referencia intrínseco a cada loco en el que alguna clase de estado entrelazado es posible. Luego es el loco quien decide la forma de este estado y sus consecuencias, pero el estado, como ente a priori informe, es un hecho.

El loco moría convencido de que los estados entrelazados podían generarse en vórtices de naturaleza inefable que vagaban estocásticamente ligando de por vida unas existencias a otras sin condiciones sobre el tiempo o la misma muerte. El loco moría buceando en una nostalgia cálida, en una melancolía que lentamente lo conducía al instante inmediatamente posterior de su estado decadente. Sabed que del mismo modo que una onda se amortigua cuando alcanza el borde de la región en que existe, uno de estos estados entrelazados que el loco decía que existían puede estar sometido (de hecho, lo está) a una evolución que, aunque no separa sus componentes, lo deforma hasta la indistinguibilidad más absoluta, lo desfigura: lo mata. Sabed entonces que esta evolución estaba alcanzando un estado bastante estable ya cuando el loco sentía que moría.

Sabed que el loco desde siempre había sabido que estaba muriendo. Sin embargo, sabed también que se mudó a una supernova para tener una muerte digna. Se mudó a soñar con la música que los humanoides rechazaban; se mudó a experimentar la violencia que los humanoides rehúyen, a vivirla; se mudó, en fin, a ser humano: a descubrirse, a reconocerse de nuevo en un espejo. Y se mudó, a fin de cuentas, porque en su errante había demasiado ruido y demasiadas ovejas, porque en su supernova encontró el silencio absoluto con que sólo ella podía acompañar su cortejo fúnebre.

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