El juego.

Al final este juego se reduce a soñar. Yo sueño, por ejemplo, que basta con soñar. Otro sueña que yo deje de hacerlo porque le conviene que nadie sueñe y, sin quererlo, se deja a sí mismo soñar. La vida es sueño desde 1635; y luego, ¿qué?

Un sueño, por citar alguno, es que haga frío y sea de noche. Que como cada tarde yo haya acabado tirado en un rincón de la calle de Rompelanzas porque, desde hace algún tiempo, me bebo las tardes de Madrid sentado en un taburete en esa callejuela con una mesita delante y un cartel encima que reza: "Cuentos a dos euros". Y vendo cuentos y párrafos de esos que uno lleva consigo para leer de vez en cuando, y versos y poemas; vendo bailes de muchos tipos. Y hablo gratis con quien quiere hablar de cosas que no sabe: muchas veces yo tampoco las sé, pero hablo igualmente. Y, si pasa un rato largo sin que nadie se acerque porque ya me compró un cuento y quiere conocer su árbol genealógico (el del cuento, digo), repito en voz baja la palabra burn muchas veces, cada vez tratando de que la pronunciación inglesa sea más cerrada; cuando lo consigo, recuerdo por un momento qué feliz era cuando me reía porque había demasiadas cosas awesome: eran otros tiempos. En fin, que vendo cuentos y es un sueño bonito. También vendo poemas y veo las caras de decepción de los adolescentes que no ven amor rimado con corazón, pero me gusta pensar que unos años más tarde limpiarán la habitación y encontrarán mi letra arrugada en el fondo de un cajón, y también me gusta pensar que habrán vivido un poco más aunque un poco peor y resultará que el poema es más amargo y más real de lo que querían comprar unos años atrás, y se les quitará la cara de decepción.

Decía que un sueño es que haga frío y sea de noche y yo ande con el culo puesto en un suelo de Madrid. Ese mismo sueño es que me hayan comprado cuentos un par de despistados y un muchacho peculiar o una muchacha peculiar que pasaba por allí y se enamoró por enésima vez de un pierdevidas que vende su imaginación por la voluntad más algo. Ese sueño es también que los peatones se vayan recogiendo hacia el metro y sólo queden borrachos y mendigos y otros pierdevidas como yo, pero quizá de esos que, como yo, piensan que Madrid es demasiado bonito para que haya gente que no lo disfrute: esta ciudad debería estar llena de yos que la admiraran y olieran su historia a los edificios antiguos y a los nombres de las calles.
Pero no nos despistemos. Ese sueño es, fundamentalmente, que yo no olvide nunca meter en mi bolsillo de perdedor el primer Manifiesto neosurrealista de la historia. Y no lo olvide porque guarde la esperanza de que algún día, cuando la barba me arrastre, llegue alguien que venía buscando el original para demostrar que las cosas vuelven a estar mal hechas.
Mientras tanto vendo cuentos y poemas y párrafos y versos y otros bailes en un pasadizo de Madrid. Cuando ya nadie quiere comprarme cuentos ni poemas ni párrafos ni versos ni otros bailes, recojo todo menos una hoja; la dejo por el suelo para que alguien tenga la suerte de llevársela gratis. Dentro de este sueño sueño otra vez y veo cómo hay alguien que no puede permitirse pagarme una voluntad al día y espera a que yo deje esta hoja suelta para abalanzarse sobre ella discretamente como si le fuera la vida en ello; de hecho le va porque será mi relevo en unos años, pero eso es otro sueño.

En el sueño que les contaba, yo sueño que llego a la fama y vendo libros que consigo escribir sin problemas ni musas ni ideas ni ginebra. En ese sueño salto el charco y salgo en las revistas del corazón, y repito otra vez burn pero con otra intención, y ella se ríe porque lo sabe decir mejor y más rápido. Y en ese sueño me río yo también y Mendel me obliga a tener hijos de ojos azules. Pero todo esto no es el sueño que les contaba: a menudo uno se pierde...

En el sueño que les contaba, yo recogía y luego tiraba una hoja como sin querer y me iba a dar una vuelta y a refugiarme después en mi colchón. Pero antes había estado escribiendo una página o dos de cuartetos inconexos que dejan al escritor con la mano helada y sensación de alivio. También sueño que esos cuartetos saldrán a la luz y tampoco nadie los leerá; pero es mejor que nadie los lea, así son más auténticos. Y yo escribiré trece más. También sueño que sé tocar la guitarra y sueño que me miran tocarla y me admiran, pero eso también es otro sueño; es que tengo muchos. Sueño, en general y para concluir, que se puede sólo soñar y creer que no es un sueño, que los sueños existen porque es mejor soñar que vivir aunque haya que pagar el precio de vivir para soñar. Sueño que algún día pueda tocar la guitarra y seguir vendiendo cuentos y poemas y párrafos y versos y otros bailes y, como prueba de soñador, dejo aquí el primero de los Cuartetos inconexos.


Sueño la soledad incandescente
del soñador que a duras penas vive,
que sueña con la música, que escribe
que del difunto sueño es el doliente.

¿Manifiesto neosurrealista?

Les propongo la renovación del surrealismo: el neosurrealismo.
Acabo de dar con la sentencia anterior nombre a una corriente de pensamiento y arte que ha comenzado ya a volar y a anidar en las conciencias que me obligan a compartir con ellas mi coordenada temporal. Es un movimiento que mama del pecho de la misma madre dadaísta y que, sin embargo, ve al primogénito surrealismo acaparar la atención de la élite intelectual y huye para encontrar su fuerza en las actitudes que se regodean en la más absoluta miseria humana.
Entiéndase miseria no como algo con calificación inferior al aprobado en una escala moral que al parecer existe como algo común a todos los elementos de este rebaño de sociedad, sino como lo más bajo en cuanto a simpleza, a emoción y visceralidad en estado puro, a la ausencia de esa racionalidad que generosamente otorga sus matices peyorativos a tan misérrimo término.
Se trata del hijo desterrado que reaparece dando un puñetazo en la mesa y presentándose con la autoridad que le es propia por su origen. Se trata de la Gran Revolución, de la revuelta definitiva de las conciencias, de una maniobra exquisita para que de lo que quede de las cenizas de la última reflexión sobre la naturaleza humana renazca la auténtica independencia de la persona, para que se vea cómo va alcanzando a cada una de las individualidades de este conglomerado de mentes en stand by la libertad auténtica, que es la del pensamiento ordenado y visceral con los únicos propósitos del conocimiento y el arte.

Puede parecer a priori que el neosurrealismo son los últimos coletazos del único pez que quedaba sin pescar de una antigua especie (estirpe, me atrevería a decir yo). Nada más lejos de la realidad. Ordenado y visceral no es una antítesis que busca embellecer el texto sin aportar nada nuevo; para no aportar nada nuevo se inventó la televisión moderna. Ordenado y visceral es la descripción más exacta y completa que se puede alcanzar de este pensamiento neosurrealista que propugno y trato de comenzar a definir aquí. Es, en efecto, una contraposición de propiedades, pero entendiendo como contraposición no la reunión de dos términos irreconciliables sino la colaboración de ambos, un encuentro constructivo de lo que tradicionalmente se ha separado por conveniencia, porque los efectos de su unión son devastadores. Visceral garantiza la autenticidad de los resultados de una reflexión y ordenado desplaza casi hasta el infinito el alcance de la reflexión. Nos encontramos consecuentemente ante la victoria definitiva de la expresión artística y el uso efectivo de la potencialidad racional humana.

La asunción de estos principios como propios por parte del artista (quede claro con esto que cualquier neosurrealista es artista porque esto segundo es condición indispensable para lo primero, y quede claro también que esta acepción de artista incluye a cualquier filósofo que alcance la dignidad de llamarse así) supone la aceptación de una moral (llámela pseudomoral quien lo prefiera) que en ningún caso es incompatible con cualquier otra moral preexistente. Y no lo es porque en realidad sólo supone un cambio de actitud, una manera nueva de observar el contexto. Es una visión amplificada de la realidad, tan amplificada que extiende los límites de la realidad hasta donde antes no existía realidad sino ficción. Evidentemente, al definir un conjunto más amplio, es otra la solución que satisface la ecuación, pero es una solución que debe aproximar suficientemente bien la primera en el subconjunto inicial.

No se entiende, pues, el neosurrealismo sin que se entiendan las carencias que caracterizan el entorno del artista neosurrealista: son estas carencias la fuente de rabia e inspiración, de rebeldía, de una actitud ciclotímica que sobrevive entre el arrojo y las energías de un líder carismático y la dejadez y la preferencia por los sueños de quien una vez envejecido se arrepiente de no haberlo sido.
No se entiende porque no se puede ser neosurrealista sin haber observado (no digo visto) en primera persona el cortejo fúnebre que acompaña al pensamiento, y con él a toda la humanidad, y haber intentado llamar la atención de los que aún, agonizando, se debaten entre la vida y la muerte sin saberlo. Y no se entiende porque no se puede ser neosurrealista sin haber pensado alguna vez que todo ha terminado para las personas y que ha llegado la hora de volver a conformarse con el homo sapiens.

Al hablar de carencias me refiero, claro está, a un falta generalizada de actitudes elevadoras y al desprecio que abierta y desvergonzadamente se expresa hacia las que sí lo son, pero no es mi intención extender este discurso a otras áreas pese a que estén íntimamente relacionadas. Espero recordar que he de volver sobre ellas.

Concluyo esta pequeña reflexión con la esperanza de que sirva de preludio a un Manifiesto neosurrealista que acabará por llegar (pronto, por el bien de la cultura) e inundará, si se le permite, las bibliotecas, librerías, galerías, teatros... con una renovación del concepto de arte. Un concepto que se extenderá hasta fundirse con el término intelectualidad; un concepto que será la base que sostenga la nueva música, la nueva literatura, la nueva pintura, la nueva danza, la nueva filosofía y un sinfín de ramas (lamento no escribirlas todas, me agotaría) que hagan evolucionar las conciencias hasta hacerlas críticas e incansables, hasta inundarlas de un espíritu creador que elimine la homogeneidad del pensamiento; un concepto que permitirá al artista ser auténticamente creador. De este modo, como creador, como autor del que espero que sea el primer texto de muchos manifiestamente neosurrealistas, me despido creando: ¡SEA LA REVOLUCIÓN DE LAS CONCIENCIAS!