La última esquina.

El despojo que acabáis de ver en la última esquina antes de llegar aquí fue algo parecido a un joven apuesto antes de caerse del último piso.

Por si no os habéis fijado, ya os digo yo que le huelen a vino hasta los calcetines y está harto de mearse encima. Por las mañanas, justo antes de que amanezca, cuando aún no ha empezado su particular tratamiento para el dolor de cabeza, jura al aire que lo rodea que ese día aguantará el dolor, lavará el abrigo que hace diez semanas que no se quita y buscará un rincón para vaciar la vejiga. Pero claro, el cielo clarea y bien es sabido que lo que uno jura de noche no es para cumplirlo, sino para llorar la noche siguiente y jurarlo aún más fuerte.
Después del juramento saca cuatro perras de entre los cartones y las echa sobre uno más pequeño que hace las veces de cepillo en su particular celebración. El rito es lento y tedioso, pero el apestoso cumple religiosamente con él; a fin de cuentas, asegura la tradición que algún bolsillo abultado le dará de comer ese día.

Con los primeros paseantes se entreabre su párpado izquierdo. Las legañas de hace tres días empiezan a molestarle. Si el premio gordo cae antes de las doce quizá se acerque a la fuente a frotarse un poco la cara. Ése es el juramento de por la mañana. Ése sí lo cumple. Antes de las doce caen mil pesetas en el cartón. Con un ademán de sonrisa dibuja otra rayita en la pared. Si todavía se acuerda de cómo era eso de contar palotes, ha sobrevivido ya cien días: eso se merece un premio.
La barba le alcanza ya casi el pecho; apenas se ve el escote de la camisa. Si desabrochara otro botón quizá quedara más disimulado, pero es febrero.

Seguramente habría ya algún sitio donde le vendieran un cartón. De vino, claro. Él no fuma porque es malo para la salud, aunque a veces, cuando se acuerda de cómo se hace, y sólo se acuerda cuando le asalta el sarcasmo, se ríe de todo lo que se le viene a la cabeza y se echa la bronca a sí mismo. "¡Qué imbécil eres, tío! Estás jodido, pero es por tu culpa, si no fueras una mierda no estarías hecho una mierda..." Y se ríe, claro que se ríe. Es lo único que le queda. Luego echa un trago al cartón y observa cómo se forman los lamparones de vino en la camisa. "¡Hala, pues ya voy perfumado! ¡Para que luego digan que los genios no se cuidan!" Y se ríe otra vez. Luego termina la risa con un resoplido de resignación al tiempo que niega con la cabeza.

En el tiempo en el que él aún decía que iba a ser alguien le contaban que los borrachos (alcohólicos, decían los más finos, pero un alcohólico no es más que un borracho que se propaga en el tiempo sin intención de atenuarse) sufren alucinaciones en ciertas etapas de su enfermedad y que por eso se ríen. Delírium trémens. Así lo llaman. Él ahora sabe que no es tal cosa: es un estado de dejadez voluntaria propio de a quienes no resta sino vagar como alma en pena hasta que la muerte o la puta que la parió se los lleve por delante. Tal es su sino.

Y no creáis que al despojo que acabáis de ver se le da un ardite qué día se le acabe el vía crucis. Más bien al contrario. Le trae al fresco. Y le trae al fresco porque, como bien sabe él, los años de gloria se acabaron y, acabados los años de gloria, ¿qué queda?