Prelude.

No sé si en alguna ocasión se han detenido a observar atentamente una fotografía tomada en el corazón mismo de un campo de batalla por un corresponsal de guerra.
Se trata de una imagen espontánea: es lo más fiel que existe al término instantánea y refleja posiblemente lo más próximo a la muerte que puede encontrarse un ser humano sin caer definitivamente al pozo.
 
En cierto modo, lo que sigue es esa fotografía. Es una instantánea tomada con las balas rozando la cabeza del fotógrafo, probablemente con dolores que recorren medio cuerpo y medio cerebro suyos y, sobre todo, con las suprarrenales trabajando hasta la extenuación y las emociones a flor de piel.

Dice así:
 
 
Si no me hubieran robado
quizá escribiría algo más que un réquiem,
quizá el sol entraría también por mi ventana
y yo tendría ganas de algo más que de tener ganas de algo
y luego perder las ganas,
quizá lloraría de alegría
y entendería más de oberturas y menos de obituarios.
 
Si no me hubieran robado
me habría adelantado
y habría sido yo quien habría escrito la canción más hermosa del
[mundo,]
quizá los príncipes azules que me desvelan
serían menos suicidas
y caminarían al lado de un mago
y el mago iría sembrando oasis en los desiertos.
 
Si no me hubieran robado
aún tendría lo que es mío
y seguiría queriendo ser... bueno, seguiría queriendo ser.
Aún tendrían un poco de brillo mis ojos
y mi espíritu no sería el de un anciano,
y sería algo más que el alcohol lo que me soltaría la lengua
y dormiría bien.
 
Si no me hubieran robado
no estaría ahora buscando complementos
ni alimentándome de sucedáneos de vida,
ni tendría ganas de vomitarme fuera de mi cuerpo.
No habría descubierto tan pronto,
sin querer,
cómo sufren los muertos.